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Des-acierto

La tarde era soleada, seguro. Mi hermano gemelo y yo, tendríamos 4 años, jugábamos en la acera del jardín con algunos de los ladrillos que habían descargado el día anterior en la entrada de la casa para la obra de remodelación de las materas que comenzaría el fin de semana. Tal vez los ladrillos fueron al comienzo vagones de tren, naves espaciales o carros súper veloces, o simplemente piedras para construir casas y arreglar materas. Fueron aquella tarde eso y mucho más, seguro.

Al comienzo, yo simplemente adhería a alguna de las metamorfosis que proponía mi hermano y me disponía a ampliar el horizonte y a asumir, consecuente, los efectos de mundo posible que se desplegaban con tanta facilidad ante mis ojos niños. Pero después, seguro, algunas veces, yo me retiraba del radio de influencia imaginaria de mi hermano y jugaba mi propio juego. La verdad es que no sé cuánto tiempo jugamos esa tarde soleada y particularmente larga, pero si recuerdo bien uno, el último, el que cerró la diversión: el del bombardero.

Por el filo de la acera se acercaba un pequeño perro, blanco, de esos lanuditos, blanco de mota, pero también blanco perfecto; entonces, calculando bien su marcha para que la piedra cayera justo sobre su lomo en el momento en que pasara frente a mí, le lancé el ladrillo desde arriba. La primera reacción fue de alegría, de vanidad, por el acierto, porque me sentí un buen calculador, un gran bombardero, tenía 4 años. Pero enseguida vino el desconcierto: el pequeño animal salió corriendo horrorizado, chillando como una bestia y yo sentí culpa, por primera vez sentí culpa, seguro, 4 años, sentí que había hecho daño, que no todo era bueno, que podía hacer el mal.